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VENDEDORES DE PIOJOS

VENDEDORES DE PIOJOS

No es ningún secreto decir que Nápoles, la capital del Mezzogiorno italiano, es también la capital de la picaresca, del arte de “arrangiarsi” o apañárselas, de la economía sumergida y del buscarse la vida como uno buenamente -o malamente- pueda.

Por ello, hasta hace relativamente poco allí se podían ver escenas callejeras de lo más variopinto, vendedores de los más variados cachivaches, como “o sapunaro”, el vendedor de jabón, “o pettenessare” el vendedor de peines, “o pazzariello” personaje vestido de general borbónico y que con un  bastón desfilaba por las calles haciendo publicidad de la tienda que le pagaba y al mismo tiempo bailando al son de algún instrumento, el “ostrecare” o “cuzzecare” vendedor de marisco (casi siempre mejillones) “o materazzare”, el colchonero, “o mellunare” o “cocomeraio” el vendedor de melones y sandías, el “posteggiatore” el cantante de serenatas callejeras, “o maruzzare” el vendedor de maruzze o caracoles y, cómo no, los vendedores callejeros de pizzas “(pezzajuole”) y de pasta (“maccarunare”), que vendían sus espaghettis y macarrones recién cocidos por las esquinas y que la gente, a falta de cubiertos, se los comían con las propias manos. A todo esto había que añadir a los vecinos viviendo hacinados en minúsculos habitáculos a pie de calle (los famosos “bassi”) que hicieron tristemente célebre al casco histórico de esta ciudad por su promiscuidad e insalubridad. Para terminar de componer la estampa, tendríamos, cómo no, a toda la gama del “cammurriste”, con todos sus gremios y jerarquías.

Pero el arquetipo del personaje típicamente napolitano era el “scugnizzo”, el niño de la calle que se buscaba la vida de limpiabotas, de chico de los recados, de trilero, o de lo que hiciese falta y que siempre estaba al acecho del incauto turista para venderle lo que hiciera falta o hacerle el “bidone” (darle gato por liebre) a las primeras de cambio.

Dos de los productos estrella con los que mercadeaban eran el “aire de Nápoles”, envasado en cajitas de cerillas y que vendían como “el mejor aire del mundo”. El otro era algo que fabricaban ellos mismos: piojos.

¿Y quién podría querer comprar piojos? Pues los soldados norteamericanos que durante la Segunda Guerra Mundial, hartos de estar fuera de su patria, no sabían cómo lograr que los mandaran de vuelta a casa y abandonar así esa ciudad asolada por la guerra. Metidos también en bonitas cajas de cerillas, los entrañables scugnizzi, después de despiojarse unos a otros, vendían los piojos por docenas a los soldados yanquis, que pagaban buenas cantidades por ellos (en dólares o en cigarrillos), y así, infestados de arriba abajo, eran inmediatamente enviados de vuelta a casa.

Esta piojosa anécdota probablemente no se encuentre en ningún libro ni en San Google, pero como me lo contó mi amigo Tonino, napolitano de toda la vida, y scugnizzo en sus tiempos mozos, me creo que pudiera ocurrir.

En realidad en la ciudad del Vesubio, todo puede o pudo ocurrir…

3 comentarios

Turista incauta -

Pues ese individuo se mete con las turistas porque no se atreve con las vendedoras de romero. Si les tocara el culo a ellas, otro gallo le cantaría.

Cierzera -

Ya sé a que nos podremos dedicar si nos quedamos en el paro y la más absoluta miseria, no a vender piojos,je,je; sino a vender "el mejor viento del mundo-mundial".....mi querido cierzo, ¿Hay quién de más?.

GUÍA DESORIENTADA -

Pues aquí, en la plaza del Pilar, hay un vendedor de estampicas que toca el culo a las turistas mientras yo explico. Alguna vez también nos ha enseñado su navaja. De sus piojos, en cambio, todavía no ha hecho ninguna oferta.
¿Qué oficio tiene este individuo? ¿Ideas para mandarlo al paro?